Por: Manuel Díaz Alvarez
Del mundo de las drogas al mundo de la verdad
Los transeúntes ya no se extrañan, ni siquiera las amas de casa, al ver siempre el mismo grupo a las puertas del supermercado. Son diez o doce jóvenes descuidados, hablando desordenadamente de los tópicos propios de su mundo, indolentes y hasta insultantes para con los que pasan delante de su "cuartel".
Iván quiso evitar el encuentro, pero no le fue posible. Al pasar junto a los antiguos miembros de su "pandilla" fue insultado y casi agredido.
-Ahora y que se ha convertido, exclamó el más trigueño de todos, ya no habla con nadie. Parece que no conoce ni a los amigos.
-No, chico, ahora como que somos chusma para él. Ya sólo se digna dirigir la palabra a los muchachos bien, insistió otro de los del grupo.
-Eso es lo que sois, contestó Iván airado. Necesitáis reuniros para estar seguros de que existís. Solos no os encontráis a gusto. Ninguno de vosotros es hombre. Os comportáis como máquinas. Tenéis miedo a la vida, eso es todo. Vuestras ideas y costumbres son evasiones.
Iván se había lanzado. Estaba dispuesto a soltarles todo lo que había aprendido en el retén, todo aquello que le habían hecho ver quienes le apreciaban. Pero no pudo continuar.
-¡Un momento!, le dijo con desafío el que parecía ser el jefe. Haz lo que mejor te plazca, pero no tienes derecho a insultar a quienes queremos vivir como seres libres.
-¿Libres?, le replicó Iván con dureza. ¿Qué haríais vosotros sin "material"? ¿Libres cuando juegan con vosotros los traficantes sin escrúpulos? Tan sólo cuando estáis en la onda tenéis fuerza para atacar a los demás.
-Mira, Iván, te conozco bien. Tú fuiste de los nuestros. Si ahora has salido a otro mundo, no te burles del que a nosotros nos sigue agradando. Es lo mejor que puedes hacer. Porque si quieres pelea, la tendrás.
Aquella tarde Iván se inquietó. Parecía que su mundo comenzaba a tambalearse de nuevo. Había decidido abandonar la droga y la golfería, pero sus compañeros no estaban dispuestos a dejarlo en paz. Reconoció que no se había comportado con tacto. ¡Le costaba tanto callar ante la presencia de quienes le olían a podrido! Habló con Sergio, su amigo y confidente.
-Ten paciencia, Iván, le dijo el joven. Sé lo que sientes. Quisieras cambiar el universo de repente. Conoces muy bien las debilidades y errores de los chicos de tu pandilla. Pero recuerda lo que me costó convencerte de que estabas equivocado. Es verdad. Su inconsciencia les hunde cada día más en el abismo. Pero Dios conoce el momento. Nosotros debemos prepararlo con inteligencia.
Iván decidió callar por un tiempo. No se detenía a contestar a las burlas e insinuaciones de los demás. Sonreía. Lo sabía hacer tan bien ahora, sin el cigarrillo en la boca, sin la ampolleta entrando por sus venas. Había logrado dejar todo eso atrás... Antes su sonrisa era hueca y estentórea. ¿Ríes o lloras?, solía decirle Magdalena cuando lo veía eufórico, ficticiamente eufórico. Antes no era feliz. Quería serlo, pero no podía. Después del alborozo sobrevenía el derrumbe, la tristeza, el decaimiento total, hasta el punto de no sentirse persona. Ahora sí. Sentía un gozo interior que nada ni nadie podría arrebatarle. Había mejorado su salud. Se sentía más fuerte y su apetito era verdaderamente devorador. Podía estudiar y leer sin cansarse... y rezaba con fe y confiadamente. Dios había llegado a ser su mejor amigo, después de olvidarlo y casi odiarlo durante cinco años de tinieblas. Estaba seguro de morir sin prescindir de Él.
Pero, a todo esto, ¿quién es Iván? ¿Cómo ha llegado a creer por encima de todo? ¿Cuál es el secreto de su nueva vida y de su alegría desbordante? La suya es una historia triste con un final feliz y "milagroso".
Mi padre no está
Cuando nació Iván su padre no estaba en casa. Como no lo estuvo durante la mayor parte de su niñez y su adolescencia. Los negocios no le dejaban tranquilo. Bueno, los negocios y otros enredos que un día descubrió el chico y creyó morirse de pena y desengaño.
Don Marcial era un buen ingeniero, aunque los había mucho mejor preparados que él. Pero la astucia y el oportunismo político le condujeron muy pronto a ocupar altos cargos en la administración.pública. Ganaba mucho dinero. Su esposa, pensaba él cuando le reclamaba algo, no podía en realidad quejarse. Le había conseguido una rica mansión, un automóvil de lujo para pasear y visitar a sus amigas, una cuenta de ahorros a su nombre y muchos bienes raíces.
Los tres hijos eran bellos y despiertos. Estudiaban en los mejores colegios. La mujer no tendría necesidad de meter las manos en el fregadero ni en la cocina. El servicio haría todo eso.
Pero Marcial comenzó a sentirse, al parecer, más cómodo fuera del hogar. Viajes de negocios, visitas de interés profesional, cenas de gala... En fin, mil ocupaciones que aceptaba únicamente "por los hijos".
Tan engolfado vivía en sus asuntos que no reparó en la observación que Ivancito le hizo un día a su madre, cuando apenas contaba cuatro años. "Mamá, exclamó mirando a Marcial, ¿ese señor es papá?" No recordaba haberle dado un beso con cariño. Llegaba agotado a casa. Lo único que le preocupaba entonces era beber una copa de brandy y acostarse a ver televisión. Cuando los chiquillos se le acercaban para preguntarle algo o sentarse en sus rodillas, Marcial llamaba a su esposa y con un gesto imperativo, le decía:
-Llévatelos a dormir. Ya es tarde para que anden por aquí. Necesito descansar.
Iván no conoció jamás una caricia de su padre. Cuando empezó a ir a la escuela recuerda que Marcial le daba tres o cuatro bolívares, advirtiéndole: "Para que compres algo de comer en la cantina y para que no molestes a tus compañeros".
La primera vez que abofeteó a uno de sus condiscípulos recibió un castigo fuerte de su profesor. El otro chiquillo le había mentado la madre y él creyó un deber contestarle como debía. Al llegar a casa se lo contó con euforia a su padre. Era su primer triunfo, la primera manifestación de su orgullo de hombrecito. Don Marcial apenas le miró a los ojos. Con voz cansina, le dijo:
-No tengo tiempo, hijo. Cuéntale todo eso a tu madre. Otro día charlaremos con más detenimiento.
Pero ese día no llegaba nunca. Su madre, solícita, recibía las muestras de afecto de su esposo como un regalo de navidad. Eran tan escasas... Eso sí, le traía costosos presentes con frecuencia.
Encerrada en su mansión, sin la compañía expansiva de su marido, se tornaba cada día más histérica. También a ella llegaron a molestarle los gritos de los niños. Al principio oía con afecto sus cuitas y sus problemas. Pero luego apenas tenía tiempo para pensar en los suyos. A ella, ¿quién la quería? ¿Acaso iba a dejarse esclavizar por los niños, por el servicio y por los asuntos de una casa rica, pero sin hombre que la gobernara? ¿No tenía derecho a disfrutar como su esposo de la vida?
Don Marcial consideraba a Ligia como a su mujer legítima. Se había casado con ella ante Dios y ante los hombres. Le había dado dos varones y una hembrita que, a juicio de todos sus amigos, serían sanos, inteligentes y buenos negociantes el día de mañana. Pero, fiel al machismo heredado de sus ancestros, se echó sus canas al aire desde el primer momento de su matrimonio.
Ligia lo sospechó. Pero no quiso creerlo al principio. Insistía en decir a todo el mundo que su esposo era un esclavo de sus negocios, que no tenía otros intereses que ella y sus hijos. Pero llegó un momento en que no pudo aguantar más aquella situación. Estaba acabando con sus nervios. Los niños se entretenían viendo televisión aquella noche. Iván acababa de cumplir trece años. Estaba muy desarrollado. Hasta su bigote se tornaba cada día más poblado. Sus hermanos aún eran inconscientes de la tragedia familiar.
-Esto no puede continuar así, le espetó Ligia. Ni yo ni los niños contamos para ti. No son tus negocios los que te entretienen, no.
Bien sé yo con quién te has metido. ¿Es que piensas que las mujeres carecemos de sentimientos? ¿Acaso crees que no he notado desde hace tiempo tu indiferencia y el origen de tu cansancio?
-¡Cálmate!, le ordenó Marcial, convencido de que le iba a obedecer como en otras ocasiones. Nos van a oir los niños.
-¡Es igual!, le replicó la mujer. Tarde o temprano tendrán que enterarse. Ellos saben que no les has tratado nunca como a hijos, sino como a objetos. ¿No piensas que han visto el afecto que otros padres tributan a sus muchachos y han notado que tú no haces lo mismo con ellos?
-Les he dado todo lo necesario, contestó Marcial. Por ellos trabajo arduamente. Quiero que sean lo mejor. Todos mis negocios y los quebraderos de cabeza que me suponen los aguanto por ti y por ellos.
-No seas cínico, respondió la esposa levantándose de su sillón. Nada de negocios ni de dolores de cabeza. La plata sólo es imprescindible para hombres como tú, acostumbrados a comprarlo todo con ella. Para los niños cuenta más el cariño, la comprensión y la ayuda. Tú no has sabido ofrecerles nada de eso.
-No he tenido tiempo, atinó a decir Marcial ya algo acobardado ante la decidida actitud de su mujer. Tú lo sabes muy bien. Mi trabajo, mi profesión, la política... son cosas que no puedo obviar.
-¡No mientas!, exclamó enfurecida Ligia. Ninguno de esos asuntos te quita el sueño. Es ella, la secretaria. ¿Creías que lo ignoraba? Ella hace lo que quiere contigo. Estás dispuesto a firmarle un cheque en blanco, exponiéndote a dejarnos a nosotros en la calle. Tienes cuarenta y cuatro años y te has enamorado de ella como un chiquillo de quince. Ni yo ni los hijos hemos logrado hacerte recapacitar.
La discusión llegó al insulto. Pero Iván ya había oído bastante.
Siempre se había preguntado por qué los padres de los otros compañeros iban a buscarlos cuando salían del colegio y les daban un beso o les tiraban del pelo si eran ya mayorcitos, haciéndoles observaciones sobre sus calificaciones o conducta. El suyo siempre estaba ocupado. No lo había llevado al parque ni al cine. Ni siquiera le había escuchado el día en que quiso contarle cómo sentía cosas de hombre que antes jamás había experimentado.
Ahora comprendía en qué estaba ocupado su padre. No eran los negocios, no. Era la secretaria. Aquella chica que le sonreía con malicia cuando por casualidad iba a la oficina. No quería aceptarlo.
Su padre con otra mujer, casi con una adolescente... Luego, sus negocios, su trabajo, todo era una mentira. ¿En quién confiar ahora? Si sus compañeros llegaban a saberlo, ¿qué le dirían? En el colegio le habían enseñado algunos principios importantes: respetar a los padres, prepararse para el futuro, amar al prójimo, creer en Dios.
Pero, ¿qué sentido tenía todo aquello ante lo que acababa de pasar? ¿Cómo podía permitir Dios aquellas situaciones humillantes para chicos buenos como él? ¿Qué delito había cometido para verse así humillado? La cabeza le daba vueltas. Estaba dispuesto a tomar cualquier determinación. La vida le parecía absurda. Sólo la entendía como destinada a dar sufrimiento ¿Merecía la pena vivir?
La calle y los "amigos”
Al día siguiente no fue al colegio. Salió y tomó el bus para tranquilizar a la muchacha de servicio que, como todos los días, solía despedirlo a la puerta de casa. Pero no entró en la clase.
Recorrió las calles como atolondrado. Se resistía a aceptar los hechos. El mundo parecía venírsele encima. ¿Su padre un hombre sin honestidad? Era cierto que no le había proporcionado cariño ni le había hablado confiadamente. Pero aún así envidiaba su alto puesto y se sentía orgulloso de sus muchas e importantes ocupaciones. Y ahora resultaba que todo era un cuento. Que ganaba dinero no sabía cómo y que lo único que realmente le distraía era su secretaria.
Del colegio llamaron a la casa, pero nadie contestó al teléfono. Al día siguiente Iván fue a clase. Pero el profesor tuvo que llamarle la atención para que siguiese sus explicaciones. Se le veía distraído.
Pensaba en otras cosas muy diferentes. Sentía odio hacia su padre.
Pero no quería expresarlo. ¿No le debía respeto? "Debo respetarlo, se decía. Pero, ¿me ha respetado él a mí? ¿Ha pensado él en el mal que nos ha causado a todos? Estudiaba para que se sintiese orgulloso de su hijo mayor. Pero él no hacía nada mientras tanto para evitarme toda vergüenza y proporcionarme orgullo".
Las calificaciones bajaron sensiblemente. Los profesores y la directiva no entendían nada. El chico era inteligente. A don Marcial no le conocían mucho, pero les daba la impresión de ser un hombre cabal. "Será la edad, decían todos. Esperemos".
Al terminar el año le quedaron cuatro materias. Marcial insistió en buscarle un profesor particular para sus vacaciones, pero el muchacho se negó. No quería seguir estudiando. No tenía sentido aprender cosas de memoria para nada. Exasperó a su padre.
-¿Para eso he trabajado yo?, le dijo. Tienes que sacar una profesión. No quiero vagos en mi familia. Hasta ahora todos hemos sido importantes y nos hemos ganado el pan con inteligencia.
Al principio Iván guardó silencio. Pero al fin estalló:
-Tú no tienes derecho a decirme que estudie. Tú eres un "don nadie". ¿Crees que no lo sé? Tus negocios, tu puesto, todo mentira.
Es tu secretaria. Ella es la que te ha hecho olvidar que eres padre y esposo. No tienes ninguna autoridad moral sobre mí. ¡Déjame en paz!
Marcial se sobresaltó. ¿Quién se lo había dicho? ¿Sería Ligia para hacerle la vida imposible? Ignoraba que Iván era ya un hombrecito y que había oído con atención la discusión aquella noche.
Entonces comenzó la "carrera" de Iván. En el parque conoció a Levis. Tenía sus mismos problemas: un padre irresponsable y una madre débil, siempre con dolores de cabeza. Sólo que Levis ya conocía otras experiencias que ocupaban sus horas amargas.
-No te preocupes, chico. Ya verás, ahora comenzará algo nuevo y fabuloso para ti. Mañana nos presentaremos a Ricardo. Es un tipo fuera de serie. El nos dará lo que necesitamos.
Ricardo era uno de los típicos vividores y viciosos de las grandes urbes. Aún no había cumplido los veintitrés años, pero tenía ya su automóvil y su apartamento. Conocía todos los bajos fondos de Caracas y olfateaba a distancia a los nuevos clientes. Iván le pareció desde el primer momento un "pez gordo". Su padre era muy conocido y tenía billetes. Sería un magnífico consumidor.
En el colegio Iván había oído infinidad de veces que la
marihuana era perjudicial, física y psicológicamente. Además, se comenzaba por ella, pero no se sabía en qué tipo de droga se terminaría. Levis supo convencerlo.
-No, chico. Esos son cuentos. Se siente uno a millón. Si te va mal, lo dejas. Pero prueba. Lo necesitas. Hay que olvidar. A mí me pasó eso. Los prejuicios del colegio no me dejaban actuar con libertad. Ahora los he perdido, ¿ves? Me siento libre.
Iván pensó entonces que su padre no fumaba marihuana, pero bebía whisky por cantidades y se acostaba con la secretaria cuando tenía ganas. El le demostraría que también era un hombre. Fumó.
La verdad es que aquella vez no sintió nada. Un ligero mareo.
Nada más. Por eso decidió probar de nuevo al día siguiente. El "pucho" estaba más cargado. Ricardo sabía hacer las cosas. Entonces sí. Se olvidó. Los problemas desaparecieron. Flotaba en el aire y reía como nunca lo había hecho. A la mañana siguiente amaneció cansado y abatido. De nuevo se le vino todo encima. "Llámame si te pasa algo", le había dicho Levis. Agarró el teléfono. "Necesito verte pronto", le dijo. Así fue como se encontraron de nuevo en el sótano de un edificio público. Sería el lugar que en adelante les serviría como centro de reunión. Tenía rincones que no eran visitados por nadie.
Durante los dos años siguientes Iván abandonó prácticamente su hogar. Iba a dormir de vez en cuando, procurando no encontrarse con sus padres. Don Marcial sintió la tentación de abofetearlo y obligarlo a cambiar de vida. Pero aun sonaban en sus oídos las recriminaciones del muchacho: "Tú no tienes autoridad moral sobre mí". Era cierto. Seguía con sus mentiras y con su secretaria. No deseaba verlo. Estaba seguro de que le echaría encima con más saña sus acusaciones.
Ligia había decidido preocuparse de sí misma. Aceptaba la encerrona. Debía guardar ciertas apariencias. Pero se alegraba de vez en cuando empinando el codo. Tenía su lujoso automóvil a la puerta y no dejaba de visitar casi a diario a algunas de sus amigas para jugar té canasta y olvidar penas. Estaba segura de que el muchacho cambiaría en cualquier momento. Lo único que sentía era la vergüenza que le daba verlo sucio y desgreñado por la calle, hería su sentido del honor y dejaba en mal lugar su posición social.
Actúen con cautela
A Iván y a Levis les salió bien el negocio. Eran amigos y todos parecían quererles. Iván tenía madera de líder. Era avispado. Por eso Ricardo lo eligió como su representante. El actuaría en la sombra.
Iván daría la cara y manejaría la pandilla.
Sus órdenes eran obedecidas ciegamente por los ocho chiquillos que, como ellos, como Iván y Levis, habían desertado de la escuela y vagaban por la calle. Todos pertenecían a las clases privilegiadas de la sociedad. No les fue difícil al principio conseguir dinero. Un descuido de los suyos, una alhaja sacada cuidadosamente de la cómoda de sus madres, cualquier cosa servía para tener siempre "pasta" y comer y fumar sin alivios.
Pero los vicios se agrandaron. Ya no les proporcionaba "nota" la marihuana. Y la coca estaba por las nubes. Otros grupos la conseguían, pero a costa de grandes riesgos: pequeños asaltos, robos, engaños. Mil estratagemas fuera de la ley.
-Necesitamos hacer algo, dijo un día Levis. Nos estamos fosilizando. Ya no somos "hijos de papá". Tenemos que buscar la "muna" (dinero) por nuestros propios medios.
El primer atraco fue simple. Se dividieron en grupos de dos en dos. Se dispersaron por diversos lugares de la ciudad. Tratarían de arrebatar algún bolso a las señoras distraídas y ancianas o sustraer pequeñas cantidades en supermercados o negocios sin vigilancia.
Iván y Levis se ensañaron con un chiquillo que iba caminando delante de ellos. Ya casi estaba a la puerta de la farmacia cuando se le adelantaron. "Danos lo que llevas encima o te apuñalamos", le dijeron. "Y no grites porque es peor". El muchacho, asustado, les entregó los cien bolívares que su madre le había dado para comprar algunos medicamentos.
Entre todos lograron reunir ochocientos bolívares. Un buen botín.
Lo habían conseguido sin riesgos. No era una gran cantidad. Pero les serviría para pasar cómodamente aquel fin de semana. Irían a la playa, llevarían material y algunas pavas (mujeres).
Regresaron el domingo por la tarde. Iván había disfrutado como nunca antes. Ya no recordaba los problemas de la casa. Le importaba un comino que su padre saliese con la secretaria. El tenía ya su dinero, sus amigos y sus mujeres.
Los encuentros siguientes fueron más arriesgados. Eran sospechosos desde el momento en que podían ser reconocidos por algunos de los atracados y reportados a la policía. Pero también estaban más decididos que nunca a "negociar" por lo alto. Iván planeaba los atracos y daba las instrucciones oportunas. Cuando le hacían caso todo salía a pedir de boca. Lograban desaparecer de inmediato y despistar a sus perseguidores. Cada día aprendían nuevos trucos y estratagemas. Poco a poco se iban convirtiendo en una banda organizada.
En el "bajo mundo" empezaron a llamar a la pandilla de Iván con el sobrenombre de "Los compadres". Se entendían muy bien y repartían equitativamente las ganancias.
Pero los vicios se habían incrementado. No era sólo la coca o el bonche los que desangraban sus botines. Algunos mantenían a mujeres de la vida o muchachas incautas problematizadas. Los mayores de edad creyeron indispensable tener auto propio.
Por eso decidieron planear "golpes" fuertes. No se contentaban con ganancias para un solo día. Necesitaban cantidades respetables.
El último "atraco" urdido por Iván era arriesgado. Se lo hicieron saber todos los miembros de la pandilla. Pero él les contestó con firmeza: "Está hecho. No ocurrirá nada, si obedecen mis órdenes".
-¿Atracar una joyería en pleno centro?, le respondió Levis. Eso es imposible. Nosotros no estamos aún entrenados para ese tipo de atracos. Tendrá que ser algo más sencillo.
-No pasará nada, volvió a repetir Iván. Ya tengo el "empate" que nos comprará la plata y el oro que consigamos.
Fue un sábado en la tarde. Los dueños de la joyería habían cerrado bien las rejas del negocio. Sin mayores preocupaciones fueron a pasar el fin de semana con unos amigos del interior. Iván lo sabía todo.
-Actúen con cautela, muchachos. No recojan más que lo bueno.
Venzan los nervios. Levis y yo les esperaremos en la camioneta.
La calle estaba prácticamente desierta a aquellas horas del mediodía. Tan sólo algunos muchachos jóvenes como ellos iban de un lado a otra para matar el tiempo. Pasó una patrulla de policía, pero al parecer no notó nada sospechoso. Era una revisión de rutina.
A los quince minutos salieron todos con serenidad hacia el auto.
La mercancía la llevaban en pequeños bolsos de plástico. Uno a uno fueron subiendo al automóvil. El último bajó de nuevo la reja para que nadie sospechase que había sido forzada.
Locos de alegría por la facilidad con que habían podido operar, emprendieron la marcha a una velocidad prudencia. Al dar la vuelta a la cuadra gritaron a todo pulmón: "¡Hurra, lo hemos logrado!"
No advirtieron que un uniformado estaba apostado a la puerta del bar de la esquina. Llamó a su compañero que se encontraba adentro. Los dos estuvieron de acuerdo en que debían seguirlos por si acaso. "A lo mejor son simples alborotadores callejeros, dijo el de más edad. Pero nada arriesgamos siguiéndolos".
Levis se dio cuenta de que les seguían, sin prisas ni alarmas, un carro policial. Avisó a Iván y éste aceleró de inmediato la marcha.
Los policías reaccionaron. Efectivamente, eran sospechosos.
Los atraparon cuando, creyendo que los habían perdido de vista, decidieron bajar y tomar unas copas en el bar de una calle retirada.
Levis y otro miembro del grupo intentaron huir, pero los policías les dispararon hiriéndolos en la pierna y la mano.
Iván fue detenido y posteriormente sentenciado a doce años de cárcel, por hurto, atraco a mano armada, intento de homicidio y tráfico y consumo de estupefacientes. Los demás compañeros sufrieron un castigo menos severo.
"En la cárcel, escribe el mismo Iván en su diario, fui vejado. Por las autoridades y por los compañeros de desdicha. Allí no había amor ni odio, interés ni desengaño, estímulo ni desaliento. Había instintos que con frecuencia se desataban más desordenadamente que los de las bestias. Lo que más me humilló fue la violación de la que fui objeto. Era joven. Los mayores, brutales, consumados maleantes, se aprovecharon de mí. Nunca olvidaré esta penosa experiencia".
Apesar de todo Iván se comportaba correctamente. Al principio le resultaban inaguantables las paredes de la prisión. Pero, al fin y a la postre, comprendió que todo intento de huida sería un fracaso.
Decidió portarse bien. A lo mejor aligeraban su estancia allí.
Las autoridades, efectivamente, notaron su buen cumplimiento del deber y su buen fondo. Como era joven y su padre pesaba en la opinión pública, optaron por trasladarlo a otro centro de reclusión, destinado a quienes deseaban regenerarse y salir a la calle dispuestos a comenzar una vida nueva.
Dios, ¿quien es?
En su nuevo "domicilio" Iván conoció otro tipo de presos. Había hombres mayores, detenidos por delitos políticos.
Eran sinceros y deseaban, a su modo, una patria mejor. Había jóvenes inexpertos, problematizados como él. Y había delincuentes consumados que estaban convencidos de que lo mejor era dejar a un lado la violencia y la maldad.
Consiguió buenos amigos. Pudo leer largas horas en la biblioteca y conversar con algunas de las personas que voluntariamente acudían allí para conocer sus problemas, ayudarles económicamente o exhortarlos a una vida mejor. Decidió continuar su bachillerato, aprovechando las ventajas que se les ofrecían a los reclusos.
Entre los visitantes le llamó especialmente la atención un hombre joven, inteligente y bien vestido, que todos los sábados acudía a leerles algún párrafo del evangelio y comentarlo. Le llamaban "el Padrecito". Muchos le escuchaban por curiosidad. Pero otros simpatizaban con sus ideas y prolongaban la conversación durante horas.
Iván se convenció de que "el Padrecito" era sincero. No le importaban las burlas de algunos. El obraba persuadido de que a la mofa sucedería, tarde o temprano, la aceptación y la simpatía. Estaba convencido de lo que predicaba a los demás. No lo hacía con espíritu proselitista ni con afán de lucro. No trabajaba para ninguna asociación. Era creyente y católico y, por su cuenta y riesgo, testimoniaba la fe que vivía.
Un día Iván decidió abordarlo. El joven tenía entonces prisa, pero le sonrió, prometiéndole hablar con más detención el sábado siguiente, dejándole en la mano un ejemplar del Nuevo Testamento y otro libro que le llamó poderosamente la atención a Iván. Era la autobiografía de Nicky Cruz, que en tiempos fuera uno de los más conocidos pandilleros de los bajos fondos de Nueva York y ahora se dedicaba a predicar por todas partes el evangelio. Iván empezó a leerlo con desgana. Pero, a medida que recorría sus páginas, se iba identificando con el protagonista. También él había robado y asaltado. También se había apropiado por engaño, pasión o violencia de la mujer del prójimo. Había caído en el bajo sustrato de las drogas.
Nicky había dejado todo aquello, luchando tenazmente. "Cristo me ha liberado", repetía a lo largo de su libro el joven Cruz. Por su misericordia soy un hombre nuevo". Iván no entendía muy bien. No le parecía tan fácil ser "hombre nuevo". El licor, las mujeres, la droga, los amigos, todo aquello era apasionante.
Pero, al acostarse, reflexionaba más crudamente. "Al fin y al cabo, se decía, ¿quién soy yo? ¿Quién se acuerda de mí ahora?
Posiblemente sólo este hombre al que apenas conozco. El desea lo mejor para mí. Los demás han "usado" de mí. ¿Dónde está ahora Ricardo? Disfrutando de lo que nosotros, incautos adolescentes, le entregábamos por "guardarnos" las espaldas. ¿Se acordarán de mí los de la pandilla? Cada uno velará por su solución. ¿Voy a proseguir odiando estúpidamente a mi padre? ¿Es que porque él sea deshonesto voy a imitarle yo por venganza? ¿A dónde iré a parar si persisto en continuar este género de vida?”
El sábado siguiente el hombre joven le dijo algo que conmovió a Iván. Le estrechó la mano, susurrándole al oído: "Se tú mismo, Iván.
Busca tu camino. Aún estás a tiempo. Dios te ama. Desea ayudarte"... Iván sonrió y por decir algo le preguntó: "¿Cómo lo hará? El no habla". "Claro que sí, le contestó el joven. Pero debes escucharlo".
No durmió aquella noche. Se fue a la capilla. Sólo lo había hecho en una ocasión desde que estaba en el retén. Fue cuando uno de sus compañeros decidió hacer su primera comunión. Ahora la lámpara encendida le sorprendió en la oscuridad de la noche. El silencio le abrumó. “¿Estás ahí?, Decía dirigiendo su mirada hacia el sagrario.
Tan sólo como yo, Cristo. A ti también te crucificaron como a un delincuente. La sociedad es implacable. Primero fabrica a los malvados y luego los crucifica. Pero tú los perdonaste. ¿Por qué? ¿No podías haber desplegado tu poder y vengarte de ellos? No, no era ese tu método. Lo tuyo era olvidar, perdonar, dar... Una filosofía muy distinta a la que estamos viviendo nosotros. Perdonando desarmabas a tu enemigo. Cristo, por favor, ¿podría yo también perdonar? ¿Sería capaz de olvidar las ofensas de mi padre? ¿Podrán perdonarme los demás?".
Casi amaneció en la capilla. Tenía sueño, pero no estaba aburrido.
Algo había hecho presa de él. La esperanza había nacido nuevamente en su vida. Ya no era el mismo de antes. Las paredes no le pesaban. Los demás presos no le parecían sombras chinescas, sino seres humanos como él, llenos de angustias, de agobios y traumas.
Cuando el hombre del libro llegó el sábado a dar su conferencia, Iván se le acercó y le dijo: "Deseo confesarme. Fui educado como católico. Sé que es lo único que me aliviará. Voy a intentar ser un hombre nuevo".
El muchacho sintió una alegría inmensa. Abrazó a Iván y con él se fue a la capilla. Necesitaba darle gracias a Dios por su nuevo converso. Todos los desprecios y sacrificios que tenía que sufrir y hacer para entrar allí, en aquel antro de pobres diablos, no le pesaban ahora. Una oveja descarriada que volvía al redil era para aquel callado apóstol la mejor recompensa.
El sacerdote acudió al día siguiente. No era el capellán de la cárcel. El joven llamó a uno de sus amigos. Le dijo que disponía del tiempo que necesitase para hablar, contar o sugerir lo que quisiese.
Iván se sintió por primera vez querido como era. Y empezó a sollozar. "Llora, Iván, llora, le decía el clérigo. No te dé pena hacerlo. A veces necesitamos regresar a la infancia y comenzar de nuevo. Sé muy bien que tú lo harás".
Pocos meses después Iván quedó libre. No volvió a reunirse con su pandilla. El había nacido de nuevo y no estaba dispuesto a morir.
Buscó a su joven bienhechor y al sacerdote que le había reconciliado consigo mismo y con Dios. Son sus amigos. Ha empezado a estudiar en la universidad. Habla de tú a tú con su padre, y está a punto de conseguir que éste ame a su hogar, a su esposa y a sus hijos por encima de todo. La "oveja negra" de la familia ha resultado ser el más valioso grano de oro.
"Soy feliz, ha escrito Iván en una de las páginas de su diario.
Quiero ser buen ciudadano y buen creyente. Por el mal que he cometido, dedicaré mi vida a hacer el bien, y a ayudar a los que como yo en otro tiempo no se conocen, odian y huyen".
Lo de Iván no es una novela. El sacerdote que le ayudó a encontrarse de nuevo con Dios es quien está escribiendo estas líneas.
Sigo en contacto con él. Al ver su decidida inclinación al bien, a la lucha y la superación, no puedo menos de pensar que Dios actúa en el corazón de los hombres callada, pero eficazmente. Y si me pidiesen que les narrase un milagro portentoso de los que Dios hace a cada instante les repetiría la historia de Iván. Porque el Señor no le tumbó del caballo como un día lo hizo con Pablo, pero sí le abrió los ojos a una nueva vida de la manera más discreta y amorosa que ser humano alguno pueda imaginarse.
___________________
Oasis de Salvación y verdad, toca aquí para: Información y formación para el católico de hoy (tratados, vídeos, blogs y páginas web, otros) sobre Dios, Jesucristo, Iglesia, Divina Revelación (Biblia y Tradición), Dogmas de fe, protestantismo y ateísmo, leyendas negras contra la Iglesia y las contribuciones de la Iglesia a la Humanidad
No hay comentarios:
Publicar un comentario